sábado, 21 de febrero de 2015

La belleza.


A la vista de muchas personas parecería suficiente con observar la belleza de la naturaleza para quedar irrenunciablemente extasiados. Si no bastara con ello, obligados estaríamos a descubrir que entre el trinar de los pájaros y el llanto de una guitarra, entre las copas de los árboles y la cúpula de una arriesgada arquitectura, entre el chasquido de las gotas de agua chocando en las alturas y el rumor del sonido de la lluvia que trae el aire desde lejanas tierras, siempre que se quiera, se hallará una profunda belleza que el corazón canta con cada son de su latir, que las pupilas de los ojos delatan con amplia expresión ante su visión y aun la misma piel revela cuando por en medio de sus poros se filtra el sonido, la forma, el color y el sentido como una minúscula corriente de oro que al pasar al través crispa y estremece todo.
Quizás entre las muchas cosas que tenemos ante la vista, nos resulte más interesante el extremo del ala de una paloma en rápido  vuelo por encima de todo lo demás.  Así, lo más grande no es muchas veces lo que tenemos más cerca de la vista ni causa más admiración.
Esa minúscula hormiga cabalgando entre los pastos, o esa simiente de níspero que pende del extremo de la rama de un árbol, o el pez que salta libre por fuera de las corrientes de agua, exhiben su singular belleza acompañada de grandeza no medible, en ningún caso, ni por el ancho ni por el alto; sino que se aprecian , se sienten y vuelcan sobre nuestros sentidos y aún más adentro, hasta tocar las fibras más pequeñas de nuestro organismo, agitado en las corrientes de la vida. 
Los colores de una bandera humedecida por la brisa y acariciada por los cálidos rayos del sol, surgen de las pintas que lucen las hortensias, las rosas, los claveles, los crisantemos, los pinos, los robles, los álamos, las encinas y el extenso prado verde que asciende y desciende suavemente, siendo atravesado por un sin fin de caminos que llevan a diferentes destinos. 
Sobre el verde, los aleteos de una urraca o de un mirlo se extienden a la manera de una pequeñísima alfombra y ascienden rápida y rítmicamente hacia un altar azul, cuya corona arde hasta quemar los cirros y los cúmulos, haciéndolos desaparecer en el distante horizonte adonde, con interés contemplativo, se eleva la mirada.
Alrededor de un remanso de agua contenida en un estanque artificial caminan los hombres y las mujeres con la cabeza erguida y los ojos fijos en una inmensa transparencia fina y dura, que ahora tiene como únicos huéspedes los rayos y el calor del sol; pero que cuando la ocasión es propicia, recibe con los brazos abiertos las muestras de vida hecha arte por la mano del hombre.  Entonces, pájaros, peces, caminos, personas, árboles, flores, casas y calles, se ven reflejados allí, sobre la tela templada o la piedra y el mármol pulido.
Tal vez sea en acuerdo y no por casualidad que las formas vivas encuentren placer y profunda y sublime felicidad en la observación de la belleza representada por el artista, cuando éste crea, transforma o representa la realidad visible en lo dinámico y lo estático, en lo vivo y lo muerto.  De una belleza visible en las alturas y a ras de suelo, en lo interior y en lo exterior, y que se trasluce en la sonriente complacencia, en el éxtasis profundo y en la mirada atenta del observador.

Javier Marín Agudelo
2004©








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