lunes, 2 de febrero de 2015

Amanecer





Amanecer


Cerró sus ojos; se dilataron los poros de su cuerpo y entró por ellos el aire gélido y puro de un opaco amanecer de invierno que se filtró por la ventana a medio abrir de la habitación.  Las cortinas se desplazaron hacia un lado y el viento meció sus hilos hasta el punto más alto del cielorraso. Esa andanada de aire fresco tiró la tela de velos al piso y arrebató las sabanas violáceas que cubrían su cuerpo puesto sobre la ancha y espumosa poltrona que hacía de cama, lo estremeció con su abrazo y elevó su sensibilidad al máximo.  De súbito se transparentaron, a través de la ligera tela de su pijama, los suaves movimientos causados por la corriente de aire. 
Sobre el suelo las hojas del libro que se había desprendido de sus manos en no se sabe cuál momento de la noche se batían a un lado y otro, a izquierda y derecha, al parecer con la intención de volar en lo alto de la habitación como si se tratara de sus sueños buscando un lugar en el espacio.  Pero, tal vez los cuentos de la totalidad del libro, tal vez el peso del recuerdo del pedazo de madera del que fue arrancado, o el cansancio de una larga noche de insomnio, lo tenían atado a la tupida alfombra, sin liberarlo.  
Se abrió la puerta de un solo golpe, fuerte y seco.  Algunos pedazos de vidrio cayeron, y sobre ellos cayó una fotografía oculta detrás de la puerta que vigilaba cada noche y cada día a quien por la ventana se asomara.  Cuatro travesaños de un viejo marco de madera coronaban esa pétrea figura inamovible.  Al caer formaron un pequeño escombro sobre el cual plantó sus pasos.  Solo así supo que aquel cuadro no volvería a traerle en ningún amanecer o anochecer ni un solo recuerdo ni un trazo de luz fulgúrea, no podría ya vigilar ni impedir el paso de nadie.




Entró por la puerta, se paró ante su cama y, sin hacer ruido ni mencionar palabra, estiró su mano hasta alcanzar la suya que yacía tranquilamente doblada a medias sobre los hilos resaltados de la alfombra de colores ocres y azulados.  Poco a poco levantó su brazo, y con un movimiento de ángel insufló en su cuerpo un aliento de amor y vida.  Erguidos sus cuerpos y el viento corriendo bajo las plantas de sus pies, salieron por la ventana y se abrazaron al sol que a esa hora del amanecer despuntaba por entre el bordillo de una teja en una casa regia al otro lado de la vía.  Unos tímidos rayos de sol y el gélido frío de la mañana trazaron la huella abandonada al marcharse los dos una mañana de invierno.
Todavía no se borra de la memoria ni la imagen del cuadro ni la cama que quedó sin hacer, ni el libro con hojas ondeantes en libre movimiento buscando descansar en cualquier amanecer.
Al mirar hacia atrás, su recuerdo se agita y lo lleva de manera casual a la biblioteca del barrio.  Allí descubrió, no más transcurridas las primeras horas, una historia encuadernada parecida a la suya que ya no recordaba, una historia contada por un escritor olvidado en el polvo sin remover de una estantería vieja y roída por las ratas, donde solo se encuentra ese ejemplar, porque el tiempo y la polilla se han ocupado de barrer todo vestigio de cualquier registro de otras historias jamás contadas.
Con una sonrisa sellada a cal y canto, en la cual se evidenciaba su perplejidad ante lo sorprendente de las casualidades, Julio cerró la tapa de piel cuarteada y color marrón oscuro del libro, En ese instante, todo recuerdo suyo quedó borrado.  Tal vez en otro tiempo alguien cuyos recuerdos ya no recordara abriría de nuevo el libro y encontraría su propia historia relatada.  Sería en otro tiempo, serían otras memorias y otros recuerdos.    

Javier Marín Agudelo©2015

Escritor y ensayista




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