viernes, 9 de junio de 2017

No se escribe como se piensa.

Cuando se lee se experimentan unas ganas enormes de escribir. Entonces, la mente cuece una cantidad de ideas posibles para una buena historia. No se puede hacer caso a todo, por supuesto. Se atiende aquello que con mayor insistencia se hace ver y, quizás, se ha hecho con un hueco en la memoria.
Pasan fugaces las ideas como lumbres y aclaran la mente por un solo instante. Tratan de compendiar todos los elementos de una historia en la imposibilidad de que algo así sea real, pues nada, en absoluto, puede recoger tanto en tan breve tiempo y poco espacio.
Se piensa, pero no se escribe como se piensa, jamás.  Es una cuestión que está clara para quien tan siquiera haya empleado su mente, de manera consciente, para producir lo que se habla, por ejemplo. Esta idea que no cuadra, que no encuentra un lugar, no es la palabra que se expresa. Es un acción anterior a la palabra, a la frase hecha exactamente para que alguien, al leerla, la imagine, la piense, la recree, la comprenda.
Hay, pues, un rito previo que diferencia el pensar del hablar y del escribir.  Y entre estos dos hay un tiempo largo.

Javier Marín Agudelo
   

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