Viajar, quién dijera lo contrario, es una delicia; un alivio para la vista, un descanso para el cuerpo y una fuente inagotable de experiencias y oportunidades.
Cuando se está ahí arriba subido en un avión, y las nubes, y las montañas y el mar vemos abajo como un tapete irregular y multicolor, pensamos y sentimos no solo la grandeza y lo inconmensurable del espectáculo, sino, también, el grande intento de nosotros, los hombres, por escalar las cimas profundas de lo desconocido más allá de las barreras que nos impone nuestra condición de animales de a pie.
Los Alpes, en su inmensidad, revelan grandeza; trascendencia en el tiempo que para nosotros es limitado. Nos muestran, quizá a los ojos curiosos que desde la ventanilla desde ese pequeño aeroplano-pequeño en comparación-, divisamos un punto preciso en el horizonte bajo: un río, un canal, un puente; un pequeño pueblo enclavado en una de sus muchas laderas; una plantación; o ese manto blanco que representa el frío sempiterno.
Cuando subí al avión en Madrid, jamás imaginé que más adelante, pasadas las primeras fronteras de un país hermoso que dejaba atrás, vendrían imágenes de naturaleza insospechadamente atrayente. ¡Uauu! ¡Ésto era algo increíble! Cómo no apreciar la grandeza de la Tierra; pero, sin dudarlo, también debía reconocer que lo del hombre subido a un aparato volador que permitía ver esa grandeza, era algo ¡increíble! ¿Por qué no reconocer de una vez por todas que el hombre y su progreso juegan un papel importante en nuestra apreciación del mundo a estas alturas del tiempo y desde las alturas a que vuela un avión?
Abajo seguía cambiando el paisaje; continuaba extasiando a quien, como yo, tenía la oportunidad de disfrutar del lado de la ventanilla, lugar para mí privilegiado porque o se puede dormir bajando simplemente la cortinilla, o se puede disfrutar de las vistas sin límites que ofrece el horizonte.
Volar no sería tan maravillo si no se pudiera apreciar las bellezas naturales y artificiales que alimentan nuestra mirada a diferentes alturas. Porque el vuelo se convierte en el cristal que reemplaza por ejemplo al catalejo; o al telescopio, si se tratara de ver ya no una cercanía o una distancia impensable, si no más bien de esta que se nos presenta en las fotos como si la estuviéramos tocando con las manos. ¡Volar, volar! Sobre los Alpes italianos o sobre cualquier otro hermoso lugar del mundo. Pero ésta vez fue sobre Italia, y lo que nos reveló el paisaje de allá abajo era exclusivamente de esta tierra de aventureros, conquistadores y colonizadores.
Mientras estaba arriba, cómodamente sentado y mirando a través de la pequeña ventana, pensé en los romanos y en la manera como empezaron su ascenso hasta las alturas de un Imperio que los llevó a conquistar gran parte del mundo conocido. Caminaron por esas laderas y esos pequeños o anchurosos valles; pusieron sus pies sobre la nieve que el paso del tiempo ha borrado; y se atrevieron a retar la fuerza de esa naturaleza cambiante en estaciones que dejan diferentes huellas en quienes las viven. ¡Sí! Desde abajo mirarían al cielo, y descubrirían algo muy distinto a lo que yo desde estas alturas veo. Pero tuvieron la suerte de observar de frente a cada árbol, cada río o riachuelo; cada metro de tierra, cada rivera o pantano; y tras cada paso dado fijaron una huella que hoy solo se ve desde abajo. A éstas alturas difícil es descubrir las huellas de caminos que otrora construyeran a cada paso. Pero así es la vida, y así son estos Alpes siempre cambiantes. Nos enseñan nuevas caras a cada instante.
Felices sean los viajeros de a pie o los de estas alturas. ¡Siempre!
Ricardo de la Tierra
Cuando se está ahí arriba subido en un avión, y las nubes, y las montañas y el mar vemos abajo como un tapete irregular y multicolor, pensamos y sentimos no solo la grandeza y lo inconmensurable del espectáculo, sino, también, el grande intento de nosotros, los hombres, por escalar las cimas profundas de lo desconocido más allá de las barreras que nos impone nuestra condición de animales de a pie.
Los Alpes, en su inmensidad, revelan grandeza; trascendencia en el tiempo que para nosotros es limitado. Nos muestran, quizá a los ojos curiosos que desde la ventanilla desde ese pequeño aeroplano-pequeño en comparación-, divisamos un punto preciso en el horizonte bajo: un río, un canal, un puente; un pequeño pueblo enclavado en una de sus muchas laderas; una plantación; o ese manto blanco que representa el frío sempiterno.
Cuando subí al avión en Madrid, jamás imaginé que más adelante, pasadas las primeras fronteras de un país hermoso que dejaba atrás, vendrían imágenes de naturaleza insospechadamente atrayente. ¡Uauu! ¡Ésto era algo increíble! Cómo no apreciar la grandeza de la Tierra; pero, sin dudarlo, también debía reconocer que lo del hombre subido a un aparato volador que permitía ver esa grandeza, era algo ¡increíble! ¿Por qué no reconocer de una vez por todas que el hombre y su progreso juegan un papel importante en nuestra apreciación del mundo a estas alturas del tiempo y desde las alturas a que vuela un avión?
Abajo seguía cambiando el paisaje; continuaba extasiando a quien, como yo, tenía la oportunidad de disfrutar del lado de la ventanilla, lugar para mí privilegiado porque o se puede dormir bajando simplemente la cortinilla, o se puede disfrutar de las vistas sin límites que ofrece el horizonte.
Volar no sería tan maravillo si no se pudiera apreciar las bellezas naturales y artificiales que alimentan nuestra mirada a diferentes alturas. Porque el vuelo se convierte en el cristal que reemplaza por ejemplo al catalejo; o al telescopio, si se tratara de ver ya no una cercanía o una distancia impensable, si no más bien de esta que se nos presenta en las fotos como si la estuviéramos tocando con las manos. ¡Volar, volar! Sobre los Alpes italianos o sobre cualquier otro hermoso lugar del mundo. Pero ésta vez fue sobre Italia, y lo que nos reveló el paisaje de allá abajo era exclusivamente de esta tierra de aventureros, conquistadores y colonizadores.
Mientras estaba arriba, cómodamente sentado y mirando a través de la pequeña ventana, pensé en los romanos y en la manera como empezaron su ascenso hasta las alturas de un Imperio que los llevó a conquistar gran parte del mundo conocido. Caminaron por esas laderas y esos pequeños o anchurosos valles; pusieron sus pies sobre la nieve que el paso del tiempo ha borrado; y se atrevieron a retar la fuerza de esa naturaleza cambiante en estaciones que dejan diferentes huellas en quienes las viven. ¡Sí! Desde abajo mirarían al cielo, y descubrirían algo muy distinto a lo que yo desde estas alturas veo. Pero tuvieron la suerte de observar de frente a cada árbol, cada río o riachuelo; cada metro de tierra, cada rivera o pantano; y tras cada paso dado fijaron una huella que hoy solo se ve desde abajo. A éstas alturas difícil es descubrir las huellas de caminos que otrora construyeran a cada paso. Pero así es la vida, y así son estos Alpes siempre cambiantes. Nos enseñan nuevas caras a cada instante.
Felices sean los viajeros de a pie o los de estas alturas. ¡Siempre!
Ricardo de la Tierra
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